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¿Pueden los locos dar consejos sensatos? Confesiones del doctor Goldberg


¿Pueden los locos dar consejos sensatos? Confesiones del doctor Goldberg

Me llamo Uri. Si, un nombre hebreo que anexado a su apellido Goldberg, me hace ver como lo que soy. Mexicano descendiente de judíos ashkenazis. La típica historia de polacos exiliados que en los años treinta, camino de EEUU, se quedaron en la Ciudad de México y mientras esperaban la visa americana empezaron a trabajar de buhoneros en las calles del centro histórico. Historias que mi abuelo contaba una y  mil veces y que mi abuela refrenda con un cabezaso mientras padres e hijos, atascados de hueva, se preguntan como fue qué pasamos de la calle Bolivar a la calle Aristóteles. De la nada a Polanco. De hecho, nadie se lo preguntaba pero era una forma de escapar de la insoportable letanía de los cuentos de familia.
Así que escapar es lo que hice siempre. Aunque mis padres me ayudaron. Para empezar, si quieres que un hijo termine convertido en neocon, amante del orden, la moral y la superior cultura greco-romana, mándalo a la alegre y extrovertida escuela activa llamada Centro Activo Freire (CAF) donde aprendimos a pensar, ser libres y decir siempre la verdad. Tres reglas cartesianas que pueden hundir la vida del más noble si se siguen a rajatabla. Pero eran cosas de la pedagogía moderna y de mi padre que allá por los setenta decidió enloquecer un rato. Dejó la vida burguesa y kosher que Polanco le ofrecía para probar la milpa experimental y otros rollos hippies en las tierras altas de Tlaplan .Y yo pasé una secundaria feliz y alternativa que terminó al ingresar en la prepa 1 de la UNAM donde descubrí que memorizar y sacar dieces son la única forma de ser un hombre de provecho. Entre humo de mota y discos de Queen entendí que el futuro era un lugar donde sólo el mal triunfa.  Descreí todos las ilusiones ideológicas sin siquiera haberlas probado y en vez de irme a Nicaragua a ayudar a la revolución sandinista, decidí que mi padre era un pobre orate y que mi abuelo, hombre chambeador, fundador de una pequeña industria de componentes electrónicos, era mejor guía para mi. Me volví serio y supongo que triunfé. Por un rato.
Así que elegí la vía del estudio y el duro trabajo y me convertí en médico psiquiatra con doctorado en La Sorbona. E hice lo que todo loquero debe hacer. Abrí mi propia consulta y empecé a tratar a toda la fauna que espera de la terapia o los chochos una estímulo para salir de sus infiernos. Creo que no lo hice mal. Hice todo lo que se supone debe hacer una persona de bien, incluso volver al seno de la comunidad y respetar un poco mi legado judío. Entre la comuna de Tlalpan y los señoriales departamentos de mi querido Polanco, no hubo elección. Y así, mesurado y prudente, aprendí a manejar lo complicado del mundo. Satisfecho de mi estatus, mi rol y  mi forma de ver el mundo. Los amigos me llamaban aburrido pero ellos seguían viviendo como eternos adoescentes mientras yo tenía casa en Cuernavaca.
Hasta que un día todo lo que yo daba por sólido estalló por los aires. La chica con quien compartía todo desde mi primer año en la UNAM, madre y esposa pero amiga también, decidió que yo no era la persona que amaba. Y lo demostró de la forma más contundente posible. Y la más tópica también. Digamos, para resumir, que la caché en la cama con mi mejor amigo.  Vodevil o telenovela, lo cierto es que fue el fin. Tenía 37 años, unos cuernos por montera y la impresión que todos lo que yo era implosionaba por dentro.



Así que para no hacerles el cuento largo, terminé durmiendo en la vieja casa que mi padre compró allá por Tlaplan y viendo las luces de la ciudad decidí no suicidarme. No  por mis hijos, la verdad, pero si quizás para darme tiempo de perdonarme. Y aunque parezca autoayuda de la más vulgar, tras una larga noche en el infierno, o tres años deambulando entre la culpa y la impotencia, decidí que no soy tan especial. Ni tan culpable ni tan perfecto. Y que aceptar que la mujer que iba a amarte toda la vida ya no quiso más tampoco es algo tan grave.  Quizás en verdad todos nos tomamos demasiado en serio. Y yo el primero. Y así fue también que mi padre, muerto demasiado prematuramente, se acostumbró a hablar conmigo cual fantasma habitual y así fue también que yo mismo aprendí a escuchar estas voces que antes, como docto profesional de la psiquatría, no escuchaba realmente.
E igual que perdí a una mujer, encontré a otra. Y cuando volví a mi consulta, porqué de algo hay que comer, creo que aprendí algo nuevo que tan irrelevante no merecería ser dicho. Sólo que por desgracia no sucede mucho. Empezé a meterme en la piel del otro porqué yo fui otro. Casi podría decir que al fin aprendí a escuchar. Y a interpretar el dolor ajeno como algo mío también. Como parte de un ciclo donde todos estamos implicados. Atorados entre la culpa y el deseo. Entre la sumisión y el desafío. Entre la costumbre y el miedo. En este viaje por el dolor, todos podemos seguir siendo autistas y a menudo nada se aprende del sufrimiento. Pero quiero pensar que a veces algo de nuestros muros protectores, nuestros sofismas  y nuestras fachadas de suficiencia desaparece para dar lugar a la persona que somos. Es entonces cuando de verdad empezamos a saber escuchar. Que es justo lo que no hacen nunca los gurús de la autoayuda y la mayoría de profesionales de la salud mental. Ellos ya saben lo que te sucede y tu sólo debes acoplarte a su guión. Sin discusión alguna.
No creo exactamente lo que aprendí en mi escuela activa. En nuestro mundo real no siempre pensamos, no siempre somos libres ni siempre podemos decir la verdad. Igual que la mentira y el camuflaje son necesarios, no todo el mundo merece sinceridad ni cualquiera está dispuesto a asumir el costo de la libertad. Pero si algo quisiera yo es que esta sección fuera un lugar donde preguntas, consultas, comentarios e interpelaciones sobre relaciones humanas nos permitieran a todos zafarnos de tantos laberintos que nos encierran y nos destruyen.
Y por eso la pregunta de hoy en el diván de Uri Godberg: ¿Pueden los locos dar consejos sensatos?
Yo creo que sí. El resto depende de tí. Tus preguntas, tus comentarios, tus reproches. Lo que sea. Intentaremos contestar fuera de todo cliché para que en verdad digas que aquí si intentamos hacer algo nuevo.